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Análisis: ¿cuándo derrotaremos al coronavirus?

  • El problema para hacer frente a esta crisis es que ignoramos casi todas las características esenciales del nuevo coronavirus
  • Sería deseable conocer las variables (edad, sexo, enfermedades previas, parámetros bioquímicos…) que tienen relación con su letalidad y que pueden predecir quienes corren un alto riesgo de morir y quienes tendrán una enfermedad leve
  • La evolución consigue que los virus lleguen a ser muy contagiosos pero poco letales: la selección natural nos favorece 

27 marzo, 2020


Eduardo Costas
Catedrático de Genética de la UCM.
ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA NACIONAL DE FARMACIA

Hace un par de meses el mundo era diferente: los economistas se rasgaban las vestiduras diciendo que las consecuencias del Brexit sobre el turismo eran un problema extremadamente grave para la economía que iba a hacer que nuestra vida fuese mucho peor. Muchos sentían una honda preocupación por el nacionalismo catalán o por el auge de los populismos…

Mientras tanto los ancestros del coronavirus SARS-CoV-2 sobrevivían infectando a una remota población de mamíferos, probablemente murciélagos, en Asia. Nadie sabía de su existencia.

Uno de estos coronavirus entró dentro de una célula del mamífero que lo hospedaba. Se hizo con el control de su maquinaria molecular y la puso a fabricar miles de copias de sí mismo. Pero en el proceso se cometió un error. Uno de los nuevos coronavirus tenía un fallo en su ARN. Una mutación. Ocurrió por azar, sin ninguna finalidad. Acababa de nacer el primer SARS-CoV-2.

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Antes de esa mutación ya habían aparecido otros muchos millones de mutaciones en su estirpe. Casi nunca servían para nada. Los mutantes eran incapaces de replicarse tan rápido como los que no habían mutado, bien porque eran menos infectivos, o bien porque tenían algún defecto a la hora de replicarse o ensamblarse dentro de las células infectadas.

En poco tiempo se extinguían, olvidados para siempre por la evolución. Era el destino más probable para ese nuevo mutante.

La célula se fue llenando de virus. Y explotó. Los nuevos coronavirus salieron para infectar más víctimas y repetir el ciclo. Pero el virus, que contenía el error, ya no podía infectar a sus antiguos hospedadores.

Por casualidad, transportado en una microgota de fluido, llegó hasta un ser humano. La nueva mutación le permitió entrar en una célula del hombre. Y allí pudo replicarse. Nunca uno de los de su estirpe había hecho algo parecido.

Al nuevo coronavirus le había tocado el premio gordo. Le fue muy bien. Enseguida empezó a infectar a otros seres humanos. Los humanos no tenían defensa contra él. Ni fármacos. Ni vacunas. Y lo que es mucho peor: ningún conocimiento sobre ese coronavirus.

Aún no lo sabíamos, ni siquiera tenía nombre. Pero acababa de iniciarse COVID-19, la gran pandemia mundial.

Con un exceso de confianza y una autocomplacencia desmedida, no supimos ver la que se nos venía encima. Pensábamos que el coronavirus era un problema lejano, cosa de chinos, que tal vez afectaría a unos cuantos países asiáticos.

Pero a finales de marzo de 2020 somos el país del mundo con mayor número de infectados por habitante, tenemos una de las mayores tasas de crecimiento de infectados y es donde hay más personal sanitario contagiado. Mientras tanto nuestras poco previsoras autoridades repiten, como un mantra, la muletilla de: “vamos a ganarle la batalla al coronavirus”.

Es una obviedad: aunque no hagamos absolutamente nada, e incluso, aunque lo hagamos todo rematadamente mal, el SARS-CoV-2 no llegará a ser, ni de lejos, una pandemia tan atroz como la peste negra, que asoló Europa entre 1347 y 1351 exterminando al 60% de los europeos y de cuyas consecuencias el mundo tardó 200 años en recuperarse.

En rigor no deja de ser una amenaza relativa. En nuestro país somos cerca de 47 millones de españoles: incluso en los peores escenarios posibles (un 80% de contagiados con una mortalidad de un 4%), se desataría una calamidad monstruosa, inimaginable hasta hace bien poco, pero que estaría muy lejos de poner en grave peligro, desde el punto de vista biológico, a la población.

Sobreviviremos para festejar el final. Pero ¿qué va a pasar mientras tanto?

Los mejores expertos coinciden: en estos momentos erradicar el coronavirus SARS-CoV-2 es imposible. Todo parece indicar que se nos ha ido de las manos.

Por ejemplo: un informe elaborado por el Imperial College of London estima que la pandemia seguirá descontrolada produciendo alrededor de 510.000 muertos en Gran Bretaña y 2.200.000 muertos en Estados Unidos. Las medidas de contención más rigurosas y el uso masivo de fármacos para reducir el impacto de la epidemia permitirían reducir estas cifras a unas 250.000 muertes en Gran Bretaña y 1.200.000 en Estados Unidos.

Toca recoger las consecuencias de los recortes suicidas en la sanidad e investigación, la burocracia inoperativa, la pérdida de talento y el mantener a la ciencia contra las cuerdas.

Toca prepararse para la derrota. Porque el problema esencial para hacer frente a esta crisis es que ignoramos casi todas las características esenciales sobre el funcionamiento del nuevo coronavirus SARS-CoV-2, que resultan imprescindibles para saber lo que va a ocurrir a partir de ahora. Abundan las incógnitas.

Por ejemplo, no sabemos cuál es la verdadera tasa de infectividad del virus. Desafortunadamente sabemos que es muy alta. La clave está en que parece que hay personas asintomáticas que son capaces de transmitir el virus.

También desconocemos la verdadera tasa de letalidad del COVID-19. Salvo raras excepciones como Corea, no se han hecho pruebas masivas a la población. Y si no se hacen suficientes pruebas no sabemos cuánta gente puede haber infectada. Así los expertos calculan que hay entre un 200% y un 1.300% más casos de los que contemplan las estadísticas oficiales.

Sería deseable conocer las características (edad, sexo, enfermedades previas, estado del sistema inmune, parámetros bioquímicos…) que tienen relación con su letalidad. Mejor aún: encontrar marcadores moleculares que puedan predecir quienes corren un alto riesgo de morir y quienes tendrán una enfermedad leve. Se podría así priorizar casos impidiendo que los sistemas sanitarios sean llevados al límite por la pandemia.

Tampoco sabemos cuanto dura la inmunidad ante el virus, ni lo que tarda en alcanzarse: ¿todos los que se recuperan del COVID-19 desarrollan una inmunidad que dura años, o como ocurre con otros virus es necesario infectarse 2 o 3 veces para que se adquirir suficiente inmunidad?

En general el calor y la luz ultravioleta no son buenos para la supervivencia de los virus, pero sabemos poco sobre cuánto se reducirá la infectividad del virus en el verano.

Hay muchas malas noticias.

En sus 250.000 años de historia, la humanidad nunca estuvo en contacto con este coronavirus SARS-CoV-2. Los humanos solemos entrar en contacto con los virus en nuestra niñez, cuando menos daño nos hacen.

El COVID-19 casi no produce efecto a los niños, pero hace mucho más daño a los ancianos. Y excepto los pocos infectados que ya se han recuperado, ninguno tenemos inmunidad alguna frente al él.

El SARS-CoV-2 está resultando ser mucho más infectivo que la gripe. Y más letal.

Las medidas de aislamiento se tomaron demasiado tarde como para salvar a la sanidad del colapso (tengamos en cuenta que en torno a un 15-20% de los contagiados necesitan ingreso hospitalario). Faltan camas hospitalarias: Las previsiones del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias fallaron estrepitosamente.

Pero también hay buenas noticias

 Por si sola, la evolución consigue que los virus lleguen a ser muy contagiosos, pero poco letales: la selección natural favorece a los virus que apenas hacen daño a sus hospedadores, ya que así pueden continuar con su vida normal infectando a muchos mas sensibles que si fueran letales. Al final el número de cepas no letales del virus aumentará mucho más rápido que las letales.

A lo largo de la historia, numerosas estirpes de coronavirus fueron capaces de dar el salto desde animales hasta humanos en diversas ocasiones. A veces, colonizar a la humanidad les resultó imposible. Fue el caso del SARS-CoV-1 y del MERS-CoV que en 2002 y 2012 respectivamente infectaron a unos miles de seres humanos en diversos países. Resultaron muy letales (mataron entre el 10% y el 38% de los infectados). Hacían mucho daño. Producían síntomas muy graves en poco tiempo.

No pasaban inadvertidos, así que se tomaron medidas drásticas contra ellos y se consiguió controlarlos. En general los virus mas letales se extinguen, sin dejar ninguna huella en la historia, tras matar a más o menos gente.

Por el contrario, otras 4 estirpes de coronavirus, que infectaron por primera vez a los humanos hace mucho tiempo (no tenemos un registro de cuando pasó), tuvieron éxito y llegaron hasta hoy: son los virus que nos producen los refriados y catarros tan comunes en invierno.

Estos coronavirus siguen una estrategia extraordinariamente exitosa que les permite infectar a muchísimas personas: Como nos producen tan poco efecto no nos preocupamos por ellos. Y esa es la clave de su éxito. Pasan inadvertidos y contagian a millones de personas sin que tomemos la menor precaución. Es la estrategia del “virus inteligente”.

Con las transmisiones sucesivas, la letalidad del SARS-CoV-2 se irá atenuando.

Otra buena noticia es que cada vez se saben más cosas. Miles de científicos trabajan a contra-reloj para conseguir, cuanto antes, el conocimiento del que carecemos.

Es probable que relativamente pronto tengamos algún fármaco capaz de reducir la velocidad de replicación del virus. Ayudará mucho. Empleado masivamente en las personas más vulnerables podrá reducir significativamente la mortalidad. Pero los fármacos contra los virus son mucho menos eficaces que los antibióticos con las bacterias.

Y en un plazo de un año podríamos tener una vacuna.

Una buena vacuna asociada a una campaña de vacunación masiva en todo el mundo podría llegar a erradicarlo. Lo conseguimos con el virus de la viruela. Pero no con la gran mayoría de ellos: tras décadas intentando erradicar el sarampión y la polio con buenas vacunas y no lo hemos logrado.

¿Qué pasará mientras tanto?

Los días mas duros están por llegar. El número de infectados y fallecidos aumentará. Empeorará la crisis en los hospitales…

Después, si se mantiene el aislamiento los contagios bajarán, al igual que ha sucedido en China. Poco a poco se irán levantando las restricciones. Entonces el virus podría volver a circular.

La clave del éxito está en mantener un equilibrio, empleando solo las medidas de aislamiento que sean necesarias para que la ocupación hospitalaria no supere su capacidad para brindar una buena atención. Para decidir este equilibrio serán necesarios modelos muy precisos.

Hacia el verano la situación debería mejorar. Y, si la suerte nos acompaña, para entonces podríamos empezar a contar con medicamentos eficaces.

Pero es muy probable que en octubre-noviembre haya un nuevo repunte. El repunte incluso podría ser peor que el actual brote. Con la de la gripe de 1918-1920 pasó eso: la mayoría de las personas fallecieron en la segunda oleada, que llegó en octubre.

Lo más probable es que con el COVID-19 se produzcan 2 o 3 grandes olas de contagios. En poco más de un año se habrá infectado la mitad de la población mundial. Entonces el virus empezará a frenar su propagación. Después será posible que el virus se mantenga cada vez más en grupos de población de menor riesgo, principalmente jóvenes y niños.

A la larga el virus se atenuará. Y acabará comportándose como los coronavirus del catarro común. Pero será diferente en cada país: los que sufran un gran contagio en esta primera ola sufrirán una segunda más benigna.

Hasta que eso ocurra los costes serán terribles. La tragedia, incalculable.

Disponer, cuanto antes, de fármacos antivirales y de vacunas va a ser esencial. Mientras más tardemos en conseguirlo mayor será el precio a pagar.

Aprendamos la lección: Recortar en sanidad y en ciencia es un suicidio. Con un poco más inversión en sanidad e investigación los costes humanos y económicos del COVID-19 hubiesen sido infinitamente menores.

Invertimos miles de millones en armamento: lo consideramos imprescindible. Tanques, aviones, misiles, que al final no se usan, acaban quedando obsoletos. Pero es mucho más probable que nos afecte otra nueva pandemia que una guerra. Y podemos negociar para impedir la guerra, pero no podemos impedir que aparezca otra pandemia. Debemos tener la capacidad sanitaria y científica para enfrentarnos a ella.

Es el precio que debemos pagar por vivir de espaldas a lo que verdaderamente somos: seres vivos que solo tenemos como hogar un pequeño planeta azul al que no paramos de maltratar.

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