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El coronavirus de Wuham dispara los contagios gracias a la ‘estrategia del virus inteligente’

  • Lo que en biología evolutiva se llama la estrategia del virus inteligente consiste en una elevada capacidad infectiva y una baja letalidad
  • Si mata a sus víctimas muy rápido acabará extinguiéndose. Y las variantes menos mortíferas son las que se van haciendo más numerosas

26 febrero, 2020

Eduardo Costas y Victoria López Rodas Catedráticos de Genética. Facultad de Veterinaria: Universidad Complutense de Madrid

Estamos asistiendo a un evento extraordinario: un coronavirus, que hasta ahora no afectaba en nada a los seres humanos, fue capaz de saltar la barrera entre especies y nada más infectar al primer hombre comenzó a expandirse muy rápidamente por todo el mundo.

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La clave de su éxito está en su genética: el coronavirus de Wuhan (un virus ARN monocatenario positivo) tiene un mecanismo de replicación que hace que sufra más mutaciones de las que suelen darse en otros tipos de virus.

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Estas mutaciones ocurren al azar, sin finalidad alguna, por un mero error de replicación en su material genético.

La mayoría de las veces producen copias defectuosas del virus, que se reproducen peor que los no mutantes, y son eliminadas por la selección natural. Pero en raras ocasiones no es así, y eso les proporciona una enorme ventaja evolutiva.

Desde los años 70 se sabe que los coronavirus infectan el tracto respiratorio y gastrointestinal de mamíferos y aves. Lo más probable es que, muy de tarde en tarde, alguno de estos coronavirus sufra una rara mutación que les permita infectar a seres humanos.

En concreto hay seis coronavirus conocidos que afectan a los seres humanos, y sólo producen catarros.

Pero hay un séptimo que es el coronavirus SARS-CoV, que en el año 2003 pasó de un pequeño mamífero a los seres humanos causando el síndrome respiratorio agudo grave (SARS).

En el caso del SARS de 2003 enfermaron 8.098 personas muriendo 774 de ellas. Sin embargo, las medidas sanitarias que se tomaron seguramente lograron que este virus se extinguiese: no se ha detectado ningún caso desde 2004.

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Contrariamente a lo que pasó con el SARS, es probable que ahora hayamos perdido la batalla: si hubiésemos conseguido controlar la expansión del coronavirus COVID-19 en sus fases iniciales habríamos logrado que se extinguiera. Pero todo apunta a que hemos sido derrotados por la elevada capacidad de contagio del COVID-19 y nuestra peculiar forma de vida que nos lleva a vivir hacinados en ciudades y a viajar enormes distancias, a menudo sin otro motivo que el ocio. Y gracias a eso el virus ya se ha expandido por el mundo llegando a todos los continentes.

No sería la primera vez que sufrimos una derrota frente a los virus. Desde nuestra aparición, cientos de especies víricas muy diferentes lograron pasar desde otros animales hasta nosotros. Esto ocurrió sobre todo en el neolítico, cuando empezamos a convivir estrechamente con los animales que íbamos domesticando.

Para un virus como el COVID-19, el haber conseguido infectar a seres humanos y expandirse por el mundo constituye un extraordinario éxito evolutivo: de la noche mañana el dichoso coronavirus, que seguramente infectaba tan solo a alguna pequeña población de un animal salvaje, dio un salto de gigante pasando a disponer de un nicho potencial de más de 7.500 millones de personas distribuidas por todo el planeta.

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Y para lograr su gran expansión cuenta con dos características esenciales: una elevada capacidad infectiva y una baja letalidad. Porque la evolución siempre favorece a los virus menos letales.

La razón es fácilmente comprensible: si un virus mata muy rápido a su víctima, ésta tendrá poco tiempo para contagiar a otros. Por el contrario, si un virus produce síntomas leves y no hace mucho daño, sus víctimas podrán seguir con su vida normal contagiando a miles de personas.

Por eso a menudo se produce lo que en biología evolutiva se llama la estrategia del virus inteligente: Al principio puede ser muy letal, pero si mata a sus víctimas muy rápido acabará extinguiéndose. Así que lo que ocurre es que las variantes con menos letalidad, que también aparecen por mutación, se van haciendo más numerosas en la población del virus al conseguir infectar a más huéspedes que las variantes más letales. Y al final son las que quedan.

Es lo que estaría ocurriendo con el SIDA. Es verdad que las medicinas han sido fundamentales, pero en muchos lugares de África donde no hay medicamentos, el SIDA ya no es tan letal ni contagia tanto como al principio.

En el caso que nos ocupa, el virus COVID-19 no es muy letal: los datos de la última campaña de gripe en España muestran que hubo 525.300 afectados de los que 6.300 murieron. Solo en nuestro país fue muchísimo peor que lo que lleva hecho el COVID-19 en todo el mundo. Y eso que para la gripe hay una vacuna bastante eficaz.

Sin duda el COVID-19 no va a ser una enfermedad de proporciones catastróficas. Pero no hay razón para “echar cohetes”: es bastante probable que el COVID-19 haya llegado para quedarse. Mientras más tardemos en controlarlo, más posibilidades tendrá de conseguirlo. Y puede acabar siendo una enfermedad que va fluctuando anualmente dando picos de cuando en cuando.

Pero, aunque no sea muy grave, es una nueva enfermedad vírica que ha llegado hasta los seres humanos. Vimos la proliferación del SIDA, estamos viendo la proliferación del COVID-19, sin duda, muchísimo menos peligroso.

Pero la población humana es enorme: un gigantesco recurso evolutivo para nuevos virus. Y su comportamiento actual parece haber sido diseñado adrede para facilitar la expansión de los virus.

Pueden llegar nuevos virus. Van a llegar nuevos virus. Y, con lo que sabemos a día de hoy, la estimación más probable es que una de cada diez personas acabe muriendo de una enfermedad vírica.

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