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Si seguimos destruyendo la naturaleza
¿nos espera un mundo lleno de mascarillas?

  • El cambio global y la expansión de zonas urbanas a lugares cada vez más áridos y arenosos debilitan la barrera inmunitaria
  • Algunas bacterias también han mostrado capacidad para infectar gracias a las sequías y el viento. Como el Streptococcus pneumoiae
  • Si seguimos destruyendo la Naturaleza es posible que acabemos habitando un mundo de mascarillas, como hace 85 años en EE UU

01 junio, 2020


Héctor Díaz-Alejo
Investigador de la Cátedra de Genética de la UCM

Durante décadas las tierras al este de las Montañas Rocosas americanas se repartieron entre todos los colonos que progresivamente fueron llegando. Una tierra inmensa, desde México a Canadá, donde previamente había tribus de nativos americanos, grandes manadas de búfalos y una extensa pradera de hierbas bajas.

Pero los colonos no tardaron mucho en volver a abandonarla. Porque pocos años después de su llegada, las malas prácticas agrícolas y unos años de sequía hicieron del terreno un lugar bastante inhóspito. Tanto que a la zona se la rebautizó extraoficialmente con el nombre de Dust Bowl (el Cuenco de Polvo).

Sus habitantes terminaron sufriendo hambre por la pérdida de los cultivos, y enfermedades arrastradas por enormes tormentas de arena. Los Estados Unidos, hace 85 años, también tuvieron que ponerse mascarilla.

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Durante el siglo XIX la población estaba convencida de que los campos, cuando más se trabajaran, más fecundos serían. Que el cultivo de los campos atraería aún más lluvia. Por eso empezaron a colonizar una superficie que, aparentemente, no era muy prometedora.

Y el tiempo parecía darles la razón. Los felices años 20 americanos trajeron también una gran prosperidad a esta tierra. Con años inusualmente lluviosos en estados como Kansas, Oklahoma o Colorado.

Así que miles de personas se vieron atraídas por aquellas tierras florecientes y boyantes.

Pero tras los años lluviosos llegó la escasez de precipitaciones y la ruina de unos colonos que aumentaban sus deudas cada año convencidos de que la suerte cambiaría al siguiente. Y no cambiaba.

Y su gran sueño americano se quedó seco. Y dio como resultado final la mayor migración de la historia de los EE.UU. La famosísima Ruta 66, que tantos refugiados climáticos utilizaron en busca de las prósperas tierras californianas, se popularizó en aquella época.

Un ‘solución’ que lo empeoró todo

Bancos y grandes terratenientes pasaron a ser dueños de toda aquella tierra, implantando una agricultura aún más intensiva y dañina. A corto plazo era la única manera de ser rentable. Pero esta decisión llevó a un mayor deterioro del suelo que provocó un incremento en la intensidad de las tormentas de polvo que se venían dando en los últimos años.

La sequía fue anormalmente dura, pero no sin precedentes.

Las oscilaciones en las corrientes del Pacífico (El Niño y La Niña) influyen enormemente en el clima de la región. Pero las especies nativas de la zona estaban bien adaptadas a ellas.

La superficie se encontraba cubierta de hierbas bajas que, aunque no abundantes, protegían el suelo de la erosión eólica. Y sus profundas raíces les permitían captar la poca agua que había, aunque no hubiera abundancia de lluvias. Pero la labranza acabó con ellas.

Y es que se tomaron decisiones tan desafortunadas como que el algodón, que requiere de grandes cantidades de agua, fue uno de los cultivos mayoritarios que allí se impusieron, con lo que absorbió la poca agua que a la tierra le quedaba.

En consecuencia, la tierra seca se deshacía fácilmente y toda la superficie se cubría de polvo. Y los grandes vientos levantaban auténticos muros de tierra particulada que transportaban a lo largo de miles de kilómetros.

Los habitantes de las llanuras, al ver cómo se acercaba la oscura pared, se encerraban en sus casas durante el tiempo que durara la tormenta: unos pocos minutos, unas horas o hasta dos días.

Y el polvo, desterrado de aquel nuevo desierto, muchas veces acababa en la zona de los Grandes Lagos. En mayo de 1934 incluso llegó a Nueva York.

Pero las llamadas “ventiscas negras”, que asolaron tan fatídica década, tan sólo eran la imagen impactante del problema. Con ellas llegaba el hambre y la malnutrición, consecuencia de la pérdida de cosechas y de ingresos.

El viento traía enfermedades

Y todavía había algo peor: las personas expuestas a estas tormentas desarrollaron graves problemas de salud no relacionados con la hambruna. Porque el polvo también traía consigo enfermedades.

Los médicos de la época detectaron un incremento de patologías en vías respiratorias altas, como sinusitis, laringitis o bronquitis, y también en los ojos, con úlceras y mayor número de infecciones.

La tasa de mortalidad infantil aumentó un 29% y la muerte de personas por infecciones respiratorias, un 41%.

Calcularon que durante una tormenta una persona podía acabar con más de 6 gramos de polvo en su tracto respiratorio, y que tal cantidad no sólo producía enfermedad crónica, sino aguda y severa.

– El epitelio mucoso del tracto respiratorio se erosiona, haciendo que proliferen las colonias bacterianas.

– La arena también disminuye la actividad de los macrófagos alveolares, debilitando la barrera inmunitaria.

– La gran cantidad de arena, sumada a la inflamación creada, puede causar incluso que las vías aéreas se bloqueen.

Sin embargo, el polvo no sólo causaba problemas por sí mismo, sino que a su vez era el vehículo de agentes infecciosos. Arrastraba miríadas de microorganismos presentes de forma natural en la tierra, pero también a aquellos que procedían de las actividades humanas y de la ganadería.

La mayoría eran formas de resistencia de bacterias ambientales, no patógenas. Pero algunos podían proliferar en los tejidos humanos causando graves infecciones a una población muy vulnerable.

Por ejemplo, hubo un gran aumento de lo que se denominaba “Fiebre del Valle”. El término médico más correcto es coccidiomicosis, una enfermedad fúngica causada por la inhalación de esporas.
Los hongos, dos especies del género Coccidioides, crecen de manera natural en suelos áridos de América y se valen de los vientos para transportar sus esporas a grandes distancias.

Por desgracia, estas ventiscas arenosas no son cosa del pasado. Antes del Dust Bowl ocurrían ocasionalmente, aunque con mucha menor intensidad. Tras los fatídicos años 30 siguieron ocurriendo, pero de nuevo con menor intensidad y frecuencia.

Pero el cambio global y el climático asociado están haciendo que los suelos cambien. Cada vez queda menos terreno con plantas nativas, y en demasiadas ocasiones las sustituimos por cultivos inapropiados sin tan siquiera pararnos a pensar.

Por eso las sequías y olas de calor son cada vez más abundantes en todo el mundo. Por eso la desertificación avanza implacable.

En los últimos 20 años, Arizona, estado colindante a aquéllos donde tanto afectó el ‘Dust Bowl’, está sufriendo un repunte en coccidiomicosis.

El cambio climático y la expansión de zonas urbanas a zonas cada vez más áridas explican este suceso: hay correlación positiva entre el número de tormentas de arena y el número de infecciones, pero también una correlación negativa con respecto a las precipitaciones.

En 2006 la prevalencia de la infección en Arizona era de 91 casos por cada 100.000 personas. Pero 5 años más tarde, en 2011, ascendió a 248 casos por cada 100.000.

Es una infección que mayoritariamente es asintomática, pero puede presentar dolor de pecho, fiebre y tos. Y en ocasiones, principalmente si la exposición al hongo ha sido grande, puede comprometer la vida.

Infecciones del cambio climático

Estas infecciones son paulatinamente más frecuentes y están cada vez más asociadas al cambio climático.

Algunas bacterias también han mostrado capacidad para infectar gracias a las sequías y el viento. Y se ha visto un aumento de densidad de algunas bacterias como Streptococcus pneumoiae en las vías respiratorias altas tras las tormentas de arena.

Además, en estudios llevados a cabo en África occidental, otra zona árida y con altas concentraciones de partículas en suspensión, se comprobó la relación entre la exposición al calor y altas concentraciones de polvo con la aparición de meningitis bacterianas, como la causada por Neisseria meningitidis.

Y para completar la tríada de agentes infecciosos, sí, algunos virus también podrían transmitirse.

De enero a junio de 1935, año situado en el cénit del ‘Dust Bowl’, se detectaron el doble de casos de sarampión que en todo el año 1917, antes de la época seca. Más de 40.000 personas se contabilizaron en esos seis meses.

Puede parecer una coincidencia, un brote asociado a las malas condiciones de vida, pero se apunta a la causalidad: se ha demostrado la capacidad del virus del sarampión para transmitirse a través de estas tormentas de polvo.

Y no es el único virus. La transmisión de tal manera también se ha demostrado con los influenzavirus, como los causantes de la gripe.

Un hecho particularmente grave no solo porque aumenten los casos de gripe humana, sino porque estos virus pueden recombinarse con multitud de cepas animales.

La difusión de cepas entre núcleos urbanos y lugares donde viven animales, así como entre granjas de diferentes especies, podría fácilmente derivar en nuevas cepas mortales, tanto para animales como para humanos.

Hace 85 años ya usaban mascarillas

En esa tierra que acabamos de describir, de campos desérticos, pueblos abandonados y caravanas de gente huyendo, la única opción para no enfermar era usar máscaras protectoras. El aire traía consigo toneladas de arena y desesperación, pero también enfermedades que actuaron sinérgicamente e hicieron de aquella crisis un verdadero infierno.

En vistas de esta historia, el asentamiento en zonas áridas no parece buena idea. Pero las previsiones indican que dentro de no muchos años, el clima seco será la norma en lugares donde viven cientos de millones de personas.

Es otro ejemplo más de cómo el descuido ambiental puede llevar a la aparición de enfermedades.

Y otro ejemplo lo estamos viviendo ahora. El SARS-Cov-2 ha aparecido por no respetar el medio natural. Y por dañar el medio ambiente también aparecieron los virus del SARS y el MERS, la enfermedad de Minamata o miles de cánceres causados por el uso excesivo de plaguicidas.

Hay que prestar mucha atención a este detalle. Las mascarillas ya son obligatorias en España para poner freno a la epidemia. Hace 85 años, en aquel gran rincón de Estados Unidos, fueron igual de indispensables.

Sea por contaminación, desertificación a pandemias, si destruimos la Naturaleza puede que acabemos habitando un mundo de mascarillas.