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Necesitamos datos reales para diseñar la estrategia contra el coronavirus… y no los tenemos

El 30 de marzo, 'The Imperial College of Science, Technology and Medicine', una universidad londinense con 15 Premios Nobel en su claustro, estimó que en España había en ese momento 7 millones de infectados por el COVID-19.

15 abril, 2020

Eduardo Costas.
Catedrático de Genética de la UCM.
ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA NACIONAL DE FARMACIA

Para deducir la estrategia más adecuada contra el COVID-19, resulta imprescindible tener datos reales, absolutamente fiables, del alcance de la enfermedad. Mientras no lo hagamos así, no acertaremos, o si acertamos será por casualidad.

Pero las cifras de infectados y muertos por el COVID-19 que vamos conociendo… están mal.

Un ejemplo: en la mañana del domingo 5 de abril de 2020 los datos oficiales del Gobierno de España estiman que hay casi 125.000 casos totales de COVID-19, con un total cercano a los 12.000 fallecidos.

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Sin embargo, el 30 de marzo de 2020 se difundió en los medios un modelo realizado por investigadores de The Imperial College of Science, Technology and Medicine, una universidad londinense especializada en ciencia, ingeniería y medicina que cuenta en su claustro con 15 premios Nobel, 3 medallas Fields (el equivalente al premio Nobel de Matemáticas) y más de 70 Fellows of the Royal Society (la Sociedad científica más relevante de la historia de la humanidad), que estima que en España había en ese momento siete millones (7.000.000) de infectados por COVID-19.

Lo peor es que entre ambos extremos podemos encontrar todo tipo de estimaciones: desde medio millón hasta 3 millones de infectados.

No es una cuestión baladí: Las consecuencias derivadas de estas diferentes estimaciones son totalmente distintas. Las medidas a tomar también:

Si fuera cierto que tan solo hay unos 125.000 infectados, la realidad es que nos encontraríamos ante un virus bastante letal y, cuando se relajen las medidas de confinamiento, habrá un grave riesgo de un repunte.

Eso significaría que estaríamos a merced del SARS-CoV-2 hasta que encontrásemos tratamientos que funcionasen aceptablemente o una vacuna eficaz.

Mientras tanto, nuestras costumbres sociales tendrían que cambiar radicalmente (uso de mascarillas, distancia de seguridad, minimizar desplazamientos y relaciones sociales…) para seguir manteniendo una tasa de infectados lo más baja posible.

Por el contrario, si ya hay 7.000.0000 de infectados, entonces la letalidad del COVID-19 sería mucho más baja de lo que pensamos y su infectividad mayor.

En este caso podría ocurrir que relativamente pronto llegásemos a un 60% o 70% de la población infectada. Entonces el SARS-CoV-2 dejaría pronto de ser un problema porque en poco tiempo la mayoría de la población sería inmune al virus.

Debería ser nuestro principal objetivo

Pero… ¿Quién puede adelantar un pronóstico atinado si en España el baile de cifras de infectados fluctúa en una horquilla que va desde los 125.000 casos hasta los más de 7.000.000?

El conocimiento de las cifras reales de infectados, curados y muertos por el SARS-CoV-2 es imprescindible para conocer la estrategia adecuada que debemos seguir y para acertar sobre lo que nos va a pasar en el futuro próximo.

Debería ser nuestro principal objetivo.

Si es tan importante… ¿por qué no se ha conseguido una estima real de infectados, curados y muertos?

Puede hacerse. Requiere talento, esfuerzo y medios.

Pero, sobretodo, es un problema de ámbito científico, no político. Y en el abordaje no científico de la toma de decisiones está la esencia del problema.

Al tratarse de un virus nuevo, sabemos poco del SARS-CoV-2. Un objetivo prioritario es adquirir, cuanto antes, el conocimiento científico necesario. Y en este conocimiento científico, la estima del número de infectados, curados, muertos, comorbilidad, estructuras de edad, sexo, etc. resultan esenciales.

En estos momentos hay distintos procedimientos laboratoriales para saber cuál es la situación de una persona respecto al SARS-CoV-2:

Uno de ellos es la detección del material genético del virus mediante la reacción en cadena de la polimerasa (PCR). Se trata de una técnica de la biología molecular que permite obtener un gran número de copias del material genético del SARS-CoV-2 a partir de una mínima cantidad del mismo que esté presente en la muestra que se toma a la persona que se va a valorar.

Es una metodología absolutamente segura para detectar a quienes están infectados por el SARS-CoV-2 en el momento en que se toma la muestra, con independencia de que hayan desarrollado o no síntomas: si se amplifica el genoma del virus en alguien, entonces es una persona infectada.

El problema es que es una técnica lenta (lleva horas), necesita un aparato específico para llevarla a cabo (un termociclador), y un personal cualificado. Por eso no permite hacer un gran número de pruebas, ni tampoco es una técnica rápida.

Otro procedimiento es comprobar si nuestro sistema inmune ha desarrollado, o no, anticuerpos contra el SARS-CoV-2. Estas pruebas inmunológicas se hacen a partir de una gota de sangre. Detectan a las personas que en el momento de realizar la prueba ya tienen anticuerpos contra el SARS-CoV-2, cosa que solo puede ocurrir si han estado infectados.

Pero tienen limitaciones:

– Una persona puede estar infectada desde hace poco y su sistema inmune aún no tuvo tiempo de generar anticuerpos: en ese caso dará negativo, pero será una persona infectada y con capacidad de contagiar la enfermedad.
– En el extremo contrario, una persona que ya haya superado totalmente la enfermedad y no contagie también dará positivo. Es una técnica rápida y no necesita personal cualificado para hacerla. Permite hacer un gran número de pruebas muy rápido.

Por último, está el procedimiento clásico en el que se basa la medicina tradicional: diagnosticar mediante signos y síntomas clínicos. Si una persona tiene fiebre, tos seca, dificultades para respirar, malestar… entonces padece el COVID-19.

Para tener una idea precisa de lo que pasa con el COVID-19 es necesario tener una muestra significativa que represente a toda la población (es lo que se hace, por ejemplo, en las encuestas electorales).

Esta muestra también debe ser representativa de la movilidad media de la población, de sus contactos, etc. Hay procedimientos matemáticos que permiten seleccionar esta muestra. Por supuesto la estructura poblacional española no es la misma que la alemana o la de Mauritania. Por eso necesitamos nuestros propios datos.

Una vez seleccionada la muestra representativa hay que analizarla rigurosamente, valorando el máximo número de parámetros en cada uno de los individuos (detección del SARS-CoV-2 tanto por PCR, como inmunológicamente, valoración médica de signos y síntomas, de su estado de salud general, edad, sexo… Cuantos más datos mejor.

Y hay que repetir estas pruebas en el tiempo, con la misma muestra (por ejemplo 20 días más tarde).

Esto nos permitirá conocer las tasas de infectividad, letalidad, comorbilidad, número real de afectados, de fallecidos, de curados, etc. mucho mejor de lo que lo conocemos actualmente.

Con ello se podrían tomar las decisiones correctas sobre lo que hacer y predecir lo que nos iba a pasar.

Si puede hacerse… ¿Por qué no se hizo?

El COVID-19 no se abordó como el problema científico que era: se abordó como una cuestión política. Y salió rematadamente mal.

Por supuesto no es un problema español, ni mucho menos un problema de un determinado partido político. Los políticos de todo signo lo hicieron mal, o rematadamente mal, en casi todo el mundo.

La estrategia de un político en el poder es minimizar los problemas: Así minimizaron el alcance del COVID-19 y se equivocaron garrafalmente.

El problema con el SARS-CoV-2 comenzó en China. Y nada más empezar médicos, epidemiólogos, microbiólogos se dieron cuenta del enorme peligro potencial del coronavirus.

La doctora Ai Fen fue de las primeras en publicar un informe sobre la peligrosidad del COVID-19. Nada menos que Xi Jinping, el presidente chino, ordenó que se eliminara el trabajo (que por suerte ya había leído mucha gente).

La postura inicial de Xi Jinping y los dirigentes del partido comunista chino fue, como era de esperar, minimizar el problema. Se aplicó una férrea censura. La doctora Ai Fen fue acusada de difundir rumores que podían dañar la estabilidad del país y provocar el alarmismo. Desapareció (y a día de hoy sigue desaparecida).

Otros profesionales sanitarios que advirtieron del problema corrieron incluso peor suerte: el doctor Li Wenliang, que también advirtió del peligro apareció en las listas de fallecidos. La recia censura china, durante el inicio de la pandemia, impidió que los científicos chinos -que conocían perfectamente el alcance del COVID-19- pudiesen advertir al resto del mundo. Durante ese tiempo hubo una férrea censura a la prensa (denunciada reiteradamente por Reporteros sin Fronteras) que también impidió dar la voz de alarma.

Con esos antecedentes las cifras del COVID-19 en China no son fáciles de creer.

Políticos & científicos

En el espectro político contrario, un político populista de extrema derecha como el presidente brasileño Jair Bolsonaro llegó a la misma conclusión que el presidente Xi Jinping: el SARS-CoV-2 podría matar a decenas de miles de personas en el mundo, pero no iba a afectar más que como un simple catarro a los brasileños que “podían nadar en una cloaca sin que les pasase nada”.

El presidente británico Boris Johnson al principio siguió una estrategia de negación similar a la de Bolsonaro, hasta que un estudio de The Imperial College of Science, Technology and Medicine (cuyo prestigio es indiscutible) estimó que tal irresponsable política podría producir hasta 500.000 muertos. El propio Johnson y su ministro de Sanidad, Matt Hancock están enfermos de COVID-19.

Donald Trump también siguió al principio la misma estrategia de minimizar el problema. Una estrategia que ha hecho de Estados Unidos sea, de momento, el país con más infectados del mundo y que le podría haber costado entre 2 y 5 millones de muertos.

Todos ellos tuvieron que rectificar, demasiado tarde, ante la evidencia científica. Pero su terquedad y su inepcia han costado a sus conciudadanos decenas de miles de muertos.

En nuestro país, un gobierno del PSOE y Podemos confió en Fernando Simón, nombrado director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad por el PP en 2012. Un cargo de confianza. Gusta a los políticos. Y a los medios de comunicación.

Los políticos querían minimizar el problema. Y en contra de las evidencias científicas, el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias les minimizó el problema. Por suerte existen las hemerotecas. Todos recordamos las triunfalistas declaraciones de Fernando Simón hace poco más de un mes: “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado”.

Una vez más se demuestra que los nombramientos de los políticos no convierten por arte de magia a las personas en técnicamente competentes.

Fernando Simón no es un buen científico (existen diferentes aplicaciones internacionales que evalúan la calidad de la labor profesional de un científico mediante una serie de índices que miden la relevancia de su labor; la más sencilla es Google Scholar). Pero las características de los buenos científicos, la independencia, la curiosidad, la contrastación rigurosa de hipótesis… no los hacen del agrado de los políticos.

Durante este siglo se ha producido un significativo declive de las ciencias experimentales, las ciencias de la salud, las ingenierías y las matemáticas. La importancia que los políticos en particular y la sociedad en general da a este tipo de profesionales cae en picado. El número de alumnos que solicitan matricularse en estas carreras desciende aceleradamente.

Numerosos expertos consideran que a nivel mundial la ciencia, la sanidad y la ingeniería que trajeron al mundo el extraordinario bienestar del que disfrutamos actualmente- se encuentran “contra las cuerdas”. En España la situación de la ciencia, tras años de recortes de recursos y plazas, e incremento desmedido la burocracia es aún más crítica.

Ahora estamos recogiendo los frutos.