BuscandoRespuestas
Actualidad médicaAnalisisDestacadaDivulgaciónSalud

Un estudio en Facebook preocupa a los científicos:
¿Y si millones de personas se niegan a ponerse la vacuna?

  • El estudio, realizado con 100 millones de usuarios de Facebook, dice que 51 millones no tienen claro si se pondrían una vacuna
  • Cerca de 7.000.000 de norteamericanos creen que la Tierra es plana. Y uno de cada tres jóvenes de 18 a 24 años, tiene dudas
  • Antes de las vacunas uno de cada tres recién nacidos moría sin cumplir un año. Y sólo la mitad llegaba a los 10 años
  • Si triunfasen las tesis de los antivacunas y desapareciese su uso, estaríamos provocando el mayor genocidio de la historia

05 junio, 2020


Eduardo Costas.
Catedrático de Genética de la UCM.
ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA NACIONAL DE FARMACIA


La base de datos YouGov, el mayor catálogo de información existente sobre hábitos y modo de pensar de la gente, proporciona una información perturbadora: Cerca de 7.000.000 de norteamericanos creen que la Tierra es plana.

Lo más preocupante es que el número de creyentes en la Tierra plana se está incrementando rápidamente entre los más jóvenes: de todos los grupos de edad, los millennials de 18 a 24 años son los más proclives a decir que la Tierra es plana.

Aparentemente, solo el 66% de estos millennials cree firmemente que la Tierra es esférica. Y aunque sólo el 4% son firmes convencidos de que la Tierra es plana, el problema está en que el 30% tienen dudas.

¡SÚMATE A NUESTRA COMUNIDAD!

Podrás escuchar nuestros podcast, recibir un boletín semanal con las novedades, escribir comentarios, enviar preguntas…

En nuestro país también se está dando una afiliación masiva a las doctrinas terraplanistas.

A día de hoy, creer en semejante necedad, a pesar del ingente cúmulo de evidencias en contra, parece del todo inexplicable.

Pero es mucho más inexplicable creer en otras necedades, que encima te pueden costar la vida, tal y como hacen los antivacunas.

Las ‘necedades’ de moda

Resulta fácil demostrar que 1.500 millones de personas deben su vida a las vacunas que se emplean en los seres humanos.

Podríamos comprobar, además, que las vacunas que se emplean en los animales de compañía evitaron el azote de enfermedades tan temibles como la rabia.

También podríamos argumentar que el uso de las vacunas en los animales de abasto (vacas, cerdos, gallinas… e incluso en peces de acuicultura) ha permitido que se pueda comer carne, huevos, leche y pescado barato, en cantidad y de calidad.

Todavía resulta mucho más revelador comprobar que antes de las vacunaciones masivas de niños y bebés, uno de cada tres recién nacidos moría antes de cumplir un año. Y, de los que quedaban vivos, la mitad moría antes de cumplir los 10 años.

Podríamos seguir argumentando ad infinitum, porque podemos encontrar tantas evidencias robustas a favor de la eficacia de las vacunas como evidencias de que la Tierra es redonda.

Pero no serviría de nada. Al igual que ocurre con los terraplanistas, cada vez es mayor el número de los antivacunas. Y eso que si triunfasen las tesis de los antivacunas y desapareciese su uso, sería el mayor genocidio de la historia de la humanidad.

La creencia en tales falacias es algo que parece consustancial a muchos seres humanos. La reciente pandemia de Covid-19 es un buen ejemplo. Disparó una serie de bulos a cuál más falso.

A principios de junio ya se habían detectado 571 bulos sobre el Covid-19 circulando con gran aceptación por las redes sociales. Lo peor es que muchos de esos bulos (como que pulverizarnos con legía diluida nos curará del Covid-19, la inutilidad del confinamiento o la de guardar la distancia de seguridad…) dan lugar a contagios y cuestan vidas.

En las redes sociales, muchos negacionistas de las mascarillas presumen de su valor (si bien nunca podrán presumir de su inteligencia).

En Italia, donde la pandemia de Covid-19 ha dejado más de 33.000 muertos, ha surgido un movimiento, los “chalecos naranjas”, dirigido por un policía jubilado que niega la existencia del coronavirus SARS-CoV-2 argumentando que es un engaño para controlar al pueblo.

Como no podía ser menos, los antivacunas ya han empezado una feroz campaña en contra de la vacuna de la Covid-19, pese a que, desafortunadamente, aún no se dispone de ella.

Plandemic, con millones de seguidores, es un buen ejemplo de las paranoicas teorías de la conspiración de los antivacunas sobre el coronavirus. Dicen que el SARS-CoV-2 es un invento de Bill Gates para hacerse aún más rico vendiendo su vacuna.

Más contagiados por la estupidez que por el virus

En estos momentos la ciencia, además de explicar la pandemia de la Covid-19, también debe explicar esta pandemia de necedad, que en número de contagiados parece superar con mucho a la del coronavirus. Y está muy lejos de entrar en remisión.

De momento se han propuesto dos interesantes aproximaciones a este incremento de antivacunas. La primera de ellas se basa en el funcionamiento de la mente humana. La segunda se basa en la estructura de la competencia por seguidores en las redes sociales.

Hace 18 años, Daniel Kahneman era galardonado con el premio Nobel por sus importantes aportaciones a la teoría cognitiva.

Resumiendo hasta el extremo sus aportaciones, podemos decir que Kahneman demostró que los seres humanos disponemos de 2 grandes “modos” de pensamiento:

– El modo de pensamiento rápido, que procesa la información muy rápidamente, con poco gasto de energía, de forma muy intuitiva y que es la que utilizamos todos durante la mayor parte de nuestro tiempo.
– Y un modo de pensamiento lento, complejo, que requiere mucho esfuerzo y entrenamiento, que consume mucha energía y que lo utilizamos tan solo en algunos momentos muy especiales, cuando estamos concentrados muy intensamente en un razonamiento extraordinariamente complejo.

Kahneman comprobó que se trataba de dos mecanismos cerebrales con diferente fisiología.

Todos los humanos, durante la gran mayoría de nuestro tiempo, funcionamos en modo de pensamiento rápido. Solo en muy contadas ocasiones empleamos el modo de pensamiento lento. Algunas personas lo hacen más que otras y, probablemente, haya personas que no lo utilicen casi nunca.

Seguramente Eratóstenes de Cirene, el director de la biblioteca de Alejandría que consiguió medir, con considerable exactitud, el tamaño del radio de la esfera terrestre hace más de 2.200 años, empleando sofisticados cálculos trigonométricos, necesitó dedicarle mucho tiempo a un modo de pensamiento lento.

Pero para convencernos de que la Tierra es plana, apenas necesitamos de un poco de pensamiento rápido para aceptar el mensaje de un youtuber.

Muy probablemente Jonas Salk necesitó años de pensamiento lento para ser capaz de desarrollar la vacuna de la poliomielitis, que por entonces era el principal problema de salud pública en Estados Unidos.

Pero para creer a pies juntillas que un poco de lejía diluida va a ser la cura milagrosa de todas las enfermedades, apenas hacen falta unos minutos de pensamiento rápido.

Así ‘piensan’… los que piensan poco

Los psicólogos cognitivos han hecho sorprendentes experimentos que empiezan a desvelar el funcionamiento de la mente de las personas propensas a creer en irracionalidades como el ‘terraplanismo’ o los argumentos antivacunas.

En uno de los experimentos más impactantes hacen que una persona contemple un juego de luces distribuidas en forma de circunferencia. Las luces pueden encenderse y apagarse de forma que parezca que giran en el sentido de las agujas del reloj, o en el sentido contrario.

Se les hace una demostración. Una vez han entendido el procedimiento, empieza el test.

En la primera prueba el patrón de las luces es poco claro: solo se les muestra durante un instante. Parece que las luces giren en sentido horario, pero podría ser al revés. Con tan poca información se fuerza al sujeto a que decida sobre el sentido del giro.

Imaginemos que una persona, después de ver este patrón tan poco claro, ha dicho que las luces giran en sentido horario. Entonces se le permite ver de nuevo las luces, esta vez durante todo el tiempo que necesite y girando claramente en sentido antihorario (justo lo contrario a lo que había dicho al principio).

La clave del experimento está en que a las personas se les permite rectificar. Y está montado de tal manera que para acertar tienen que cambiar lo que habían dicho inicialmente. Siempre.

Y los resultados son sorprendentes. Porque si bien la mayoría de las personas rectifica su primera afirmación, los investigadores encontraron a un grupo de gente que se empecina en mantener su primera afirmación en contra de toda evidencia, y no están dispuestos a cambiar su primera afirmación, a todas luces (nunca mejor dicho) falsa.

Entonces se les preguntó a ambos grupos sobre sus ideas… Y, efectivamente, entre los que nunca rectifican su afirmación inicial, mayoritariamente (más del 80%) sostienen ideologías extremas, populistas, terraplanistas, antivacunas…

De momento aún hay muy pocos estudios en este sentido. Sin embargo, las personas que basan su vida en estas peculiares estructuras de pensamiento rápido, que toman decisiones cuasi instantáneas y luego nunca rectifican, no es que estén incapacitadas para el modo de razonamiento lento…

Simplemente es que el razonamiento rápido, que es lo que nos permitió sobrevivir cuando éramos cazadores-recolectores (lo que ocurrió durante el 96% de nuestra historia), es mucho más fácil y requiere menos energía.

Cuando la vida corre peligro y la salvación depende de una decisión rápida, no es el mejor momento de dedicar el tiempo a evaluar complejas probabilidades. Por el contrario, el modo de razonamiento lento requiere años de entrenamiento. Años de estudio y reflexión. Nos resulta difícil. Incluso se ha demostrado que el razonamiento lento está asociado a un elevado consumo metabólico.

El razonamiento rápido domina las redes sociales

Paradójicamente, el moderno desarrollo tecnológico, generado por una ingente cantidad de razonamiento lento, ha dado un nuevo impulso al razonamiento rápido: La estructura de funcionamiento de las redes sociales que favorece mensajes cortos, inmediatos, de rápida respuesta, favorece el modo de razonamiento rápido.

No va a ser fácil encontrar una proliferación de sesudos tratados sobre antivacunación, ni de rigurosos artículos científicos antivacunas. Sin embargo, los mensajes de los antivacunas proliferarán en las redes sociales. Y ahí les resulta fácil ganar la partida.

Un reciente estudio analiza el comportamiento de los grupos antivacunas y provacunas en una muestra de 100 millones de personas en la red social Facebook. Sus resultados son sorprendentes:

Algo más de la mitad de la muestra (51 millones) se consideran indecisos. No tienen claro si están a favor o en contra de las vacunas. Pero se muestran muy activos. Y están empeñados en encontrar una respuesta correcta a su dilema.

Lástima que para encontrarla hayan decidido que van a buscar su información en la red, en vez de consultar libros o revistas especializadas en el tema. Porque ellos, en principio consideran que la opinión de cualquiera que escriba en la red vale tanto como el juicio de los más expertos.

Además, los grupos antivacunación son muy activos y hacen campañas para captar a estos indecisos. En la red hay muchos más grupos antivacunación que grupos pro-vacunas.

También son mucho más diversos ofreciendo una amplísima gama de narrativas potencialmente atractivas (desde preocupaciones por la seguridad, a teorías de la conspiración, medicinas alternativas, naturistas…).

Y mientras todo eso ocurre, los grupos provacunas, pese a ser mucho más grandes, son mucho menos activos, muchos menos grupos y resultan poco diversos: porque hay muchas causas para ser antivacunas, pero hay un único argumento científico-epidemiológico para ser provacunas.

Así, los antivacunas tienen un mayor número de sitios para la participación que los provacunación.

Como resultado, muchos grupos antivacunación logran aumentar progresivamente el tamaño y la repercusión de su red, mucho más que los grupos pro-vacunación. Y así llegan cada día mejor a toda la red.

Además, la representación geográfica también favorece a los antivacunas.

Los grupos antivacunas son globales: los hay en ciudades y en ambientes rurales, en países en desarrollo y en países avanzados… Y por el contrario, los grupos provacunas aparecen asociados a los sectores urbanos más cultos de países avanzados.

Y ahora la batalla se ha recrudecido. En medio de una pandemia como la de la Covid-19, los grupos antivacunas han recargado ‘las pilas’ y se muestran mucho más activos en su labor de proselitismo que en las épocas normales.

Y aunque resulte paradójico, porque muchos de sus supuestos ‘éxitos’ acaban en muerte, lo cierto es que en los peores momentos de las pandemias los grupos antivacunas captan a muchos más seguidores.
De hecho, durante el brote de sarampión de 2019 en algunas zonas de Estados Unidos se llegó a triplicar el número de los antivacunas.

Y eso que el sarampión estaba erradicado en los Estados Unidos, y solo rebrotó entre los no vacunados. Pero se llegó a situaciones tan incomprensibles como la de algunos padres que, tras el fallecimiento de su hijo por sarampión, todavía incrementaron significativamente sus mensajes antivacunas.

Probablemente quienes no somos fanáticos antivacunas nunca seamos capaces de comprender ni de explicar cómo alguien deja morir a su propio hijo por aferrarse a una patraña.

Pero la situación actual es que su activismo se ha convertido en una preocupación real para los científicos.

El dato es preocupante: los grupos de ‘antivacunación’ crecen en porcentajes superiores al 300%, mientras que ningún grupo ‘provacunación’ crece en más del 100% y la mayoría ni siquiera llega al 50%.

Y sumando a esto los datos del estudio mencionado entre los seguidores de Facebook, es comprensible muchos hombres de ciencia comiencen a preguntarse sobre qué puede ocurrir si hubiese una contestación numerosamente significativa contra la vacuna.

¿Será posible que ni siquiera con una vacuna logremos la inmunidad de rebaño porque millones de personas se nieguen a ponérsela?

¿Volveremos a ser víctimas de cómo la estupidez pone en riesgo al mundo?

En todo caso cabría preguntarse si esas personas están capacitadas para decidir, o no, sobre la vida de otro ser humano, aunque sea su hijo.