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¿Es bueno aguantar el dolor?

  • No hay que hacer caso a la recomendación de aguantar el dolor. Médicamente, lo mejor es combatirlo desde el primer momento
  • El dolor retrasa la evolución de las enfermedades, incluida la cicatrización de las heridas, y puede favorecer su cronificación
  • Los clásicos de la farmacia, ibuprofeno, paracetamol y aspirina, son una solución rápida y fácil para dolores de intensidad moderada

28 septiembre, 2021

Antonio Rodríguez Artalejo Académico de Número de la Real Academia Nacional de Farmacia. Catedrático de Farmacología en la UCM. En los últimos años su investigación ha contribuido a identificar nuevas dianas farmacológicas para el tratamiento del dolor crónico neuropático y a estudiar las relaciones entre el estrés y el dolor

No hay que hacer caso a la recomendación de aguantar el dolor, si es que nos lo han dicho alguna vez. Hay que combatirlo desde el primer momento. El dolor retrasa la evolución de las enfermedades, incluida la cicatrización de las heridas, y puede favorecer su cronificación.

No es necesario consultar al médico para tomar un analgésico antiinflamatorio no esteroideo que no necesita receta, cuando nos duele algo y el medicamento nos ha sido prescrito para un cuadro similar de carácter autolimitado.

Los seres vivos multicelulares tienen un gran número de terminaciones nerviosas especializadas para detectar muy diferentes estímulos. Hay algunas, por ejemplo, dedicadas a la percepción de estímulos mecánicos de baja intensidad, como una caricia.

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Pero nuestro cuerpo también posee terminaciones nerviosas dedicadas única y exclusivamente a la percepción del dolor, que se denominan nociceptivas.

Muchos de los dolores más frecuentes, como los producidos por traumatismos o intervenciones quirúrgicas, son dolores denominados nociceptivos porque están relacionados con una lesión en un tejido u órgano, y su duración sigue un curso paralelo al de la recuperación de la misma.

Estos dolores tienen 2 características importantes. La primera es que podemos combatirlos mediante el uso de analgésicos antiinflamatorios no esteroideos, a saber, los clásicos de la farmacia, ibuprofeno, paracetamol y aspirina.

Para esos dolores de intensidad moderada son una solución rápida y fácil, ya que en la práctica mayoría de los casos no es preciso acudir al médico de cabecera. Y afortunadamente los utilizamos, porque los tres están entre los cinco medicamentos más vendidos en la farmacia sin receta médica.

Cuándo debo tomar un analgésico

Pero la pregunta que seguro nos haremos a continuación es ¿Y cuándo y cómo hay lo tomo?

En cuanto empieza la molestia. El dolor no existe para ponernos a prueba ni para permitir que podamos hacer exhibiciones de estoicismo y reciedumbre.

El dolor existe para alertarnos de un daño corporal y, en consecuencia, para que podamos actuar para evitar un daño mayor.

Y en aras de cumplir este objetivo, lo procedente es combatirlo. Cuanto antes, mejor. Además, el dolor genera miedo y emociones negativas. Así se comprende que tanto para los pacientes como para los médicos, la batalla contra el dolor sea de gran importancia.

Sin embargo, en los últimos 20 años apenas ha habido nuevos fármacos contra el dolor que hayan alcanzado amplio uso clínico. Salvo el tramadol y el tapentadol, y algunos opioides potentes análogos del fentanilo.

Pero esto no ha desanimado a la ciencia biomédica, que dispone de muchos medios para identificar nuevas moléculas y tipos celulares implicados en la génesis, transmisión y cronificación del dolor.

Actualmente, las investigaciones se centran en conocer mejor los procesos fisiopatológicos que subyacen a las distintas formas de dolor, como puede ser el caso de la fibromialgia, y en identificar cómo se altera el sistema nervioso dando lugar a formas de dolor que evolucionan de manera autónoma respecto de los estímulos.

El dolor puede ser subjetivo, pero ¡siempre es real!

Existen muchas diferencias entre los seres humanos, y entre ellas también podríamos incluir la manera de sentir el dolor que tiene cada persona.

Hay personas más sensibles al dolor que otras. No necesariamente son más quejicas o blandas. Pero ¿cómo se mide la intensidad del dolor?

Pues hasta hace poco tiempo, los investigadores lo hacían casi exclusivamente de una forma quizás demasiado subjetiva. Consistía en preguntar al paciente qué valor le daba al dolor que estaba padeciendo dentro de una escala del 1 al 10.

Completaban esta valoración mediante la recogida de una serie de datos más objetivos. Por ejemplo, en el caso de un individuo que se quejaba de un fuerte dolor lumbar, miraban si podía o no erguirse, caminar, levantar las piernas…

Hoy en día es posible observar las reacciones que provoca el dolor en nuestro cerebro, gracias a las técnicas de imagen cerebral.

Los investigadores tienen bien identificadas las estructuras cerebrales y algunas de las modificaciones que experimentan cuando un sujeto siente dolor.

La magnitud de las modificaciones permite a los especialistas medir de alguna manera la intensidad del dolor.

Para saber más: ¿es el dolor crónico una enfermedad? »

Opioides para los dolores intensos

Ya hemos visto que los dolores de intensidad moderada se alivian con analgésicos antiinflamatorios de uso común, pero cuando hablamos de dolores intensos, los fármacos opioides se convierten en la mejor opción.

Este tipo de medicamentos conllevan importantes efectos secundarios (náuseas, vómitos, estreñimiento, depresión del sistema respiratorio, tolerancia, dependencia …) que en algunos casos pueden conducir hasta la muerte. Y por eso es esencial adecuar las dosis de opioides a la intensidad del dolor y a las características del paciente.

En todo caso, los medicamentos opioides son tremendamente eficaces y absolutamente imprescindibles para determinados cuadros de dolor.

En nuestro país, los profesionales del sistema sanitario destacan por la habilidad en el control y manejo de este tipo de fármacos.

Para atender más eficazmente y mejorar la calidad de vida de estos individuos, se crearon las Unidades del Dolor. Son equipos multidisciplinares, frecuentemente dirigidos por un anestesista, que centran sus esfuerzos en la lucha contra los cuadros de dolor crónico y resistentes a los analgésicos convencionales. Para ello recurren a fármacos con rango terapéutico estrecho (la diferencia entre la dosis terapéutica y tóxica es pequeña), a formas y vías de administración especiales como la infiltración de troncos nerviosos periféricos o la colocación de dispositivos que permiten la autoadministración de fármacos por el paciente.

Esta forma de administración, utilizada fundamentalmente con los fármacos opioides, tiene como ventaja la de emplear dosis más moderadas de opioides para conseguir efectos más rápidos y adecuados a la intensidad del dolor en el momento en que éste se produce.

En otras situaciones, cuando el dolor tiene un curso temporal previsible es preferible administrar la medicación con una pauta fija y con carácter anticipatorio. No todos los tratamientos de dolor son de índole farmacológica, empleándose otros tipos como la electroestimulación e incluso la cirugía.

Placebo, el ingrediente invisible

La subjetividad del dolor ha llevado a la ciencia a estudiar en qué medida el dolor es amplificado o generado por el sujeto con independencia del estímulo nocivo, y en consecuencia, a determinar en qué medida el efecto analgésico de los fármacos se debe a la actuación sobre ese proceso. Es lo que se denomina efecto placebo. No se trata, sin embargo, de un efecto específico de los fármacos analgésicos, sino que se observa con cualquier intervención terapéutica y se manifiesta de múltiples maneras. Determinar la magnitud del efecto placebo es esencial en el estudio del dolor y de las soluciones terapéuticas.

Por un lado, conocerlo supone una ventaja para aquellos pacientes con más sensibilidad a este fenómeno y que más podrían beneficiarse de actuaciones que lo favoreciesen, pero por el otro resulta necesario para separar el grano (el efecto farmacológico propiamente dicho) de la paja (el efecto placebo).

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